LA CARTA Y EL RECUERDO

Esperanza Lopez Mateos

Para el maestro
Orozco Muñoz,
respetuosamente








LA

CARTA

Y EL

RECUERDO




E.L.M.


Ediciones Tempestad


Mexico * 1943


La Carta

Tenemos las palabras de Sun-Yat-Sen y el recuerdo de los ojos resecos, sin esperanzas, sin llanto, sin reproches. Ojos de niños, abiertos en las tinieblas estruendosas del puerto infernal. Manos tendidas en el arenoso desierto donde no queda ni el recurso de alimentarse con barro, porque la lluvia, ahora cómplice del dolor, ha huído.

Tenemos en la mente la imagen de los cuerpos hambrientos, llagados, fétidos, sacudidos aún por la lujuria, oprimidos reciamente por el instinto de reproducción. Pero esto trae algún alivio, el padre de los pequeños podrán roer, junto al cadáver de la madre, el brazo gelatinoso del feto muerto; así tendrán fuerzas para caminar algunos kilómetros más hasta que su sed sea calmada por la lluvia de fuego que les arrojarán desde las nubes.

Estamos en las entrañas de Asia, nuestros miembros entumecidos se arrastran por las profundidades de la tierra; a nuestra prisión subterránea jamás llega un rayo de luz y no escuchamos mas que nuestros propios lamentos. Raros insectos inferiores en la escala zoológica conviven con nosotros y se alimentan de nosotros. Creo que Billy ha muerto, no podría asegurarlo, el cadáver de Cheng ha saturado de fetidez la pesada atmósfera hirviente de nuestro pozo. Tal vez sólo sea el joven Cheng, pero el sonido inhumano que Billy producía, ha dejado de escucharse. El viejo aún está junto a mí, creí que moriría, que no podría soportar ésto y sin embargo vive, no solloza y piensa. El es parte del corazón de Asia.

Quisiera poderme arrastrar hasta el extremo en el que Billy se encuentra, pero el dolor de la rodilla me priva de todo movimiento.

Billy es un reflejo tuyo, como tú es casi un niño y como tú también se ha rebelado con toda la fuerza de su juventud, me ha seguido y tal vez sus ojos puros no volverán a ver el cielo azul, la llanura y la selva de tu América, a donde aún no ha llegado el fuego de la civilización occidental y la devastadora rapiña de nuestros buitres.

Trabajen, siembren, prevengan. Tú tienes pensamientos y palabras y todas tus palabras y tus pensamientos reflejan la pureza de tu corazón. Lucha, tú encontrarás la forma. No confundas el valor con la audacia, no pongas tu corazón frente a sus ametralladoras a menos que con él tengas la seguridad de rescatar otro. Habla, da a tus palabras la fuerza de tu espíritu. Imprime en el cerebro de la juventud americana la imagen de la gran Asia en agonía, de la Europa histérica apoyándose en el celestinaje africano, de todos estos millones de seres despedazados, ensangrentados, hambrientos. Grita en sus oídos que aquí, en la morena y ardiente Saigón perfumada con canela y convertida en la más ruin de las rameras al servicio de los viejos y podridos estadistas que canceran el vientre de Francia, en esta Saigón que se acuesta con todos los truhanes de occidente, hay jóvenes que corren al encuentro de la muerte para rescatar la dignidad de la vida. Grita en el centro de sus corazones que no dejen que allá, a la joven América, lleguen ni de dentro ni de fuera, truhanes que la conviertan en ramera.

¡Billy, Billy!... Gritó, y él no responde ni con un suspiro.

Tú y Billy, ustedes viven, ustedes no pueden morir. Los hombres puros y los niños débiles hallarán siempre vuestros brazos fuertes, vuestra sonrisa dulce, vuestros corazones.

¡Billy, Billy, millones de Billies que respiran el aire puro de América, escuchadme!

Algún día quizá llegarán a ti estas letras escritas en las tinieblas, junto al corazón palpitante de Asia, cerca del cadáver de este Billy que no volverá a mirar con sus ojos puros los cielos azules, las praderas, las selvas de América. Llegarán a ti con mi fe intacta. ¡No te detengas!

Saigón, 1931

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El Recuerdo

Hace ya muchas horas de nuestro tiempo que él no es, que él dejó de ser, pero en la soledad y en el silencio, cuando se camina a través de la noche con los brazos tendidos, él es en nuestro corazón.

Las imágenes, las voces, los sonidos, son como entonces. El amigo que era su destino y las mujeres que fueron su esperanza y su alma, caminan con nosotros.

Aquí está él, con su extrema palidez y sus manos afiladas.

Ahora oímos las voces.

- Oscar, ¿qué semblante tengo, me ves mejor?

- Sí, creo que ya estás bien.

- Eso dice el doctor y no sabes cuánto me alegro, creí que esto sería largo.

- ¿Cuándo volveremos a los plantíos?

- En dos semanas más estaré bien. Entretanto, haré que Mildred arregle un sinfín de detalles que nos serán indispensables para que ella pueda instalarse sin molestias.

- Pero es que piensas seriamente en...

- Sí, después de tantos años de atravesar por un infierno he alcanzado lo que tanto deseara: paz y amor.

- No has acertado.

- Quiero vivir con una mujer de mi raza, que hable mi propia lengua, que me regale con su piel blanca y sus ojos azules. Quiero paz, quietud...

- ... Unas pantuflas de pelo de camello, una chimenea y una taza de té, eso que es juzgado como el cielo por los de tu raza.

- Eso es justamente lo que deseo.

- Nunca soportarás la inacción a que quieres someterte. Cuando escribiste algo bueno fué después de una de esas jornadas espantosas, fué in China...

- Calla, te he dicho que quiero olvidar, que quiero borrar de mi vida todo el horror que ha habido en ella.

- Supongo que ahora te dedicarás a escribir novelas color de rosa.

- No escribiré más. Hasta ahora no hice sino ensayos pésimos, amargura y rencor volcados en el papel.

- Grandes ensayos.

- Bien, te he dicho que no quiero volver atrás.

- Recorrerás todas las veredas pero volverás al camino.

- Pues si tú formas parte de él, éste será nuestro último encuentro.


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Ahora llega María, la grave.

- He venido a traerte la cartera que dejaste olvidada en casa de mi padre.

- Te ruego que pases.

- Entraré sólo un momento. Y tú, Oscar, ¿te vas?

- No por mi voluntad. Hace frío y Allan tiene buen té, pero espera visita.

- Entonces, vámonos.

- No, quédense, por favor.


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Ahora los ojos de él son dulces porque llega Mildred, la luminosa.

- ¡Cuánto has tardado!

- María y Oscar, ¿cómo están?

- Bien, encantadora.

- Danos una taza de té, en la calle hace mucho frío.

- Siéntate aquí, junto a la chimenea, he pedido cerezas para ti.

- Gracias. ¿Conoce María los plantíos?

- Hace algunas semanas que llegué de allá.

- Deben ser hermosos.

- Sí, pero el clima es malo.

- Allan me llevará con él. Sólo espera restablecerse para volver a trabajar.

- Y Oscar, ¿volverá también?

- Sí, dentro de una semana. Solamente quiero dar un concierto más.

- ¿Quiere usted tocar algo ahora?

- Si Allan lo permite, porque mi música le desagrada.

- Por favor, que sea algo dulces, no esa música terrible.

- Te refieres a aquella sinfonía?

- Sí, pero en fin, no me hagas caso, toca lo que quieras, ya ves que soy un poco maniática.

El amigo empieza a tocar pero él pide con la voz alterada que no lo haga.

- Me siento un poco mal, y esa música... ya antes se lo he dicho a Oscar.

- María, creo que debemos irnos.

- Excusen la escena, se los ruego.

- No te apenes, vendremos pronto a saber de tu salud.


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Cuando Mildred queda sola con él, el ambiente parece menos agitado, las voces son íntimas y las miradas suaves.

- ¿Qué tienes, Mildred?

- Han sido tan inoportunos. Oscar sabe que me hace sufrir con su música y María, ¿por qué ha venido? ¿por qué te ha mirado de esa manera? Me ha dado miedo.

- Soy yo quien te hace sufrir con estos nervios, pero pronto estaré bien, viviremos en aquel lugar de que te he hablado, tú llevarás siempre trajes blancos y pondrás flores en tus cabellos.

- ¡Será tan hermoso!

- Ahora dime ¿has hecho algo en estos días?

-Sí, compré las esteras y un sinfín de preciosidades de porcelana.

- Y el cofrecito?

- También, en él guardaré tus manos para que no me las roben, dámelas, ¡cuánto me gustan! ¡cazadoras de estrellas!

- ¿Cazadoras de estrellas?

- Allan...

-¿Dime?

- No quiero que ellos nos visiten.

- Eso no tiene importancia. Es necesario que seas menos sensible y más razonable.

- ¡Me causan una impresión tan extraña!

- Olvídalos y dime ¿a qué hora vendrá el doctor?

El doctor no iba aquella tarde, ya Mildred llevaba la sentencia en los labios. Era necesaria una operación más. Lo dijo con sencillez, pero algo muy frágil se rompió en su interior.


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Pasaron muchas horas en las que sólo sonaron las voces de la mujer grave y del amigo que ahora marchan a nuestro lado moviendo los labios como cuando hablaban para él.

- Te preocupas demasiado. ¿Por qué darle tanta importancia a lo pasajero, cuando llevas dentro de ti lo inmortal?

- Llevo dentro un infierno.

- No, una fragua de la que saldrá algo muy grande, algo que evolucionará elevándose a planos insospechados.

- No me hables de metafísica, ¡quiero vivir! Millones de hombres logran su parte de paz, de amor, ¿por qué arrebatarme la mía? ¿Por qué cuando ha llegado a mí la mujer dulce y soñada, la que hubiera borrado las huellas que me dejara el destino...

- Imposible borrar o esquivar al destino...

- ¡Pero es que el mío ha de ser recorrer la vida jadeante, unas veces de hambre, otras de horror, ahora de dolor y desesperación? No, he de conjurarlo, ¡quiero vivir! María, llámala, te lo ruego, dile en donde estoy, unas cuantas palabras suyas, una caricia y me sentiré renacer.

- ¿Tendrás valor para hacerla sufrir? Piensa que quizá en el momento en que ella llegue sobrevendrá el dolor, te pondrás mortalmente pálido, tu frente se cubrirá de sudor, gritarás y ¿qué será de ella? Es tan delicada, tan impresionable.

- Es verdad. También tú debías irte. ¿Por qué has de permanecer aquí, escuchando lamentos?

- He de estar a tu lado siempre ¿no comprendes? Tu dolor es mi esencia; yo no sé sonreír, pero mira mis ojos, son diáfanos, ellos te guiarán hacia lo que ahora te es inasequible.

-Amo a Mildred, solamente quiero mirarme en sus ojos azules y tranquilos ¡quiero vivir!

- Ya has vivido.

- No. Ha sido una paradoja: vivir muriendo, el alma muerta, el cuerpo acosado por la fiebre y el hambre. En Saigón, en China, trabajábamos entre millares de amarillos.

- Entonces escribiste...

- Vimos aquellos hombrecillos cubrir con sus cuerpos millas y millas de tierra cenagosa, víctimas de la miseria y la fiebre. Formaban una gran masa convulsa y fétida de la que partían gritos inarticulados, estridencias bestiales. Los delirantes despojaban a los moribundos de sus harapos, del puñado de arroz que escurría de entre sus dedos faltos de fuerza. Los agonizantes, sacudían a los cadáveres como queriendo volverlos a la vida. Después, todo se convirtió en cenizas; llegaron mujeres pequeñitas y enjutas a llorar allí, donde creían que había quedado el marido o el hijo; sembraban un arbolillo y se iban dejando escuchar a una gran distancia sus sollozos.

- Los almendros que las doloridas mujeres sembraron, deben hacer ahora un bosque hermosísimo, fragante. Cuando el viento agite sus ramas floridas han de producir murmullos que ellas recogerán como mensaje de los que dejaran los harapos y el puñado de arroz, de los que abandonaran el cuerpo hambriento y atormentado para convertirse en música, en fragancia.

- María, no pretendas...

- Tú, que deseas la paz como el supremo bien, ¿por qué no procuras tener serenidad?

- ¡Serenidad! pedir serenidad a un hombre que tiene el hígado deshecho por el cáncer, que ve sus miembros arrugados y amarillentos como viejos pergaminos. Ella amaba mis manos blancas y fuertes "¡cazadoras de estrellas!"

- Cálmate, a nada conduce que pienses así.

- Es verdad, ¿para qué pensar ahora en lo único dulce y bello que pude tener? Cuando tuve salud, un cuerpo sano y hermoso, hube de luchar contra la miseria, de contemplar el espectáculo aterrador de las tragedias que me rodeaban: mujeres deformes que tenían veintenas de hijos de hombres bestiales; niños hambrientos golpeados por sus propios padres; infelices que se mataban por una mujer o por una botella de aguardiente. ¡Esclavos, esclavos!, a quienes compadecía sin darme cuenta de que era uno de ellos.

- Entonces tenías veinte años.

- Sí, y soñaba con poder hacer llegar mi voz a todas partes enseñando a los hombres a vivir dignamente.

-Hiciste mucho, tus ideas eran vigorosas, bellísimas.

- Pero al parecer incomprensibles. ¡Todo fué inútil! Recorrí el mundo predicando, luchando por hacerme comprender. A los veinte años somos rebeldes y puros, somos apóstoles y redentores.

- Libertar es difícil.

- El dolor te ofusca ahora, pero tú has hecho mucho. Aunque tú ya no puedas seguir adelante, otros irán sobre el camino que tú trazaste.

- Tal vez...

- Las palabras de un hombre pueden orientar los hechos de miles y cuando todos junto se levanten...

- Sí, entonces...


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Llega la mujer dulce, pega su cara a los cristales de la ventana, los golpea con sus puños y grita hasta que la escuchan y le abren la puerta. Llega hasta él, le reprocha su abandono. Ella viene sólo a besar sus manos blancas. Las toma entre las suyas y siente que no son las mismas manos fuertes, cazadoras de estrellas. El mal las ha secado y cuelgan amarillentas de los brazos delgados. En sus labios habla el dolor.

- ¡Esto es horrible! Ustedes me lo han robado y lo están matando...


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- Mildred, ¿porqué has venido, no comprendes?

- No sé vivir sin ti.

- Pero ¿cómo podrás amarme ahora?

Así, contesta tratando de llevar a sus labios las manos de él, pero no le es posible sobreponerse al horror, tiene que soltarlas, pedir perdón con voz ahogada y huir.


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Con la mujer dulce salió la luz.

- María...

- ¿Qué quieres?

- Dame esa flor que cayó de sus cabellos.

- ¡Basta ya!

- No te preocupes, fué mi último encuentro con la esperanza. Ahora quiero acabar, cuanto antes, no quiero que vuelva el dolor.

- ¡Cobarde! Eso eres, eso has sido siempre.

- Calla, no vale la pena. Me llamas cobarde porque sé al fin de nuestra absoluta impotencia, porque no creo en ese plano superior en el cual nuestro yo ha de dignificarse desligado de ésto.

- No pienses ahora, te excitas...

- ¡María, el dolor!

- Calma, todo pasa, también el dolor pasará.

- No me dejen sufrir, no puedo más, tengo miedo, ¡ayúdenme! Quiero acabar de una vez.

María camina lentamente hasta donde está Oscar. El amigo le tiende un jeringa preparada, la mujer vuelve y con su rostro grave se aproxima al enfermo y le inyecta en un brazo.

- Gracias.

- Pronto pasará todo.

- Es atroz.

- Sólo unos minutos más.

- Ven siéntate cerca de mí...

- ¿Descansas?

- Sí, ahora pasa pronto. Mira, hasta respiro con facilidad...se me aligera el corazón, diríase que...

- Descansa.

- Oscar, toca, toca para mí y para ella que tiene los ojos transparentes.

- Allan ¡Allan!

- María escucha ... es ésto ... ¿comprendes?

Mientras el amigo toca, los miembros de él se aflojan, su cabeza se ladea sobre el respaldo del sillón y queda en actitud de paz, de reposo infinito.


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La luz del amanecer nos sorprende en la cumbre. Sobre la nieve de la montaña no quedaron las huellas de los que ascendieron con nosotros a través de la noche; las voces se han perdido y el viento arrastra la sinfonía al infinito, porque él ya no es, porque hace ya muchas horas de nuestro tiempo, que él dejó de ser.

Puerto Angel, 1942


illustration of a woman's face with musical note scale rising out of forehead




SE TERMINO DE IMPRIMIR ESTA PLAQUETA
EL 15 DE AGOSTO DE 1943,
EN LOS TALLERES "FABULA".
MAQUETA Y VIÑETAS DE ESPERANZA LOPEZ MATEOS.